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Segunda Época | Mes JUNIO/2015 | Año 1 | No. 2

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Notas autobiográficas

Máximo Gómez Báez

Gómez y su escritura beligerante: las pausas del guerrero

Arsenio J. Rosales

La dolorosa muerte del general Máximo Gómez

Aldo Daniel Naranjo Tamayo

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Notas autobiográficas

Máximo Gómez Báez

 

No puedo precisar la fecha en que nací, pues por más que busqué personalmente la partida de bautismo en los libros de mi parroquia, no pude dar con ella; eso quiere decir que desde la cuna empecé a resentirme del descuido de otros con que somos víctimas los hombres a nuestro paso por este planeta. Pero por la edad precisada en la fecha de nacimiento de contemporáneos míos, y por la tradición conservada en la memoria de mis buenos padres, pude averiguar sin más datos que ésos, que nací allá por el año 36.
En cuanto al mes, día y hora, siempre he lamentado ignorar tan preciosos datos para mí, que señalan los primeros instantes en que aparecemos casualmente, a ser miembros de la gran familia humana.
Vine al mundo, y fue mi cuna un pueblecito ribereño del Banilejo (entonces sería un caserío), que le da su sombra: Baní, tierra de los hombres honrados y de las mujeres bonitas y juiciosas.
Se llamaban mis padres: Andrés Gómez y Guerrero y Clemencia Báez y Pérez; dos almas que formaron del amor un templo y un altar, consagrados a la familia. Solamente hubo dos varones en el hogar, el primero, ya hombre murió siendo yo muy niño, y habiéndome correspondido ser el último y único varón entre mis hermanas, me adueñé de todo el cariño y preferencias de padres tan buenos y amorosos.
Corría allí mi infantil existencia, pura y campestre puedo decir, y allí me crié e hice hombre. Mi instrucción se limitó a la que se podía adquirir en aquel lugar y en aquellos tiempos, “del maestro antiguo de látigo y palmeta hasta por una sonrisa infantil”. Sin embargo, conservo recuerdos amorosos y santos de mis maestros, pues nada se quiere tanto en la vida, cuando ya los años y los dolores han desteñido nuestros cabellos, como el recuerdo de los primeros que nos enseñaron a balbucear las letras. No se olvida jamás ese sabor a pan de almas. En cambio mi educación fue brillante, bajo la dirección de unos padres tan honorables como severos y virtuosos; y lo digo con orgullo, porque si en mi vida azarosa algunas veces me he sentido bien armado y fuerte contra el vicio y la maldad tentadoras, a sus enseñanzas debo el triunfo, por el aprecio que me acostumbraron a tratar la virtud y por la fuerza de voluntad, que con la palabra y el ejemplo, pusieron en mi entendimiento y mi corazón.
Ya hombre, fuime derecho a parar, a donde por lo general y por desgracia se ha encaminado siempre la juventud de este país, a la política imperante personal o de partidos, en fin, el personalismo puro.
No obstante, yo, por esa senda de mis primeros pasos, siempre conservé las normas sanas y severas que imprimieron en mi carácter la pureza y ejemplaridad de mi hogar.
Un suceso extraordinario vino a variar el curso de mi vida, iniciado apenas en los acontecimientos políticos del país; el impulso absorbente y dominador con que la invasión haitiana amenazaba sojuzgar a la joven República Dominicana, ante cuya perspectiva se aunaron todos los corazones de mi patria para rechazar al atrevido invasor. Mi bautismo de sangre lo recibí en los campos históricos de Santomé, la más extraordinaria a la vez que decisiva función de armas contra las huestes haitianas.
Las armas de la joven República salieron brillantemente victoriosas, pero de aquel campo de honor y de gloria salieron los héroes predispuestos y preparados para las contiendas civiles.
Era el año de 1855 y el país seguía hondamente conturbado con sus luchas intestinas hasta 1861 en que confuso y aniquilado cayó en poder extranjero. La República Dominicana dejando de ser lo que era pasa por el trance doloroso de anexarse a la monarquía de España. Tan inexplicable locura más tarde debía pagarse muy cara. Aquello fue un aturdimiento nacional que dejó a la juventud dominicana huérfana, sin guías ni directores; Santana, jefe de un partido, capitanea la anexión, pues se hallaba en el poder; Báez, caído y fuera del país, viste la faja de mariscal de campo de Ejército Español.
Se abisma uno al meditar cómo fue que los hombres patriotas y políticos de aquella situación no preveían que la anexión debía traer aparejada una revolución formidable, aunque España no hubiese venido aquí con sus bayonetas, con sus impuestos forzosos de bagajes, su Bando absurdo de buen gobierno, sus alojamientos forzados y sus brigadieres como Buzetas.
No se hizo esperar mucho tiempo la Revolución Restauradora, y el año 1864 le sirvió a España, para después de una resistencia inútil, abandonar el país, que dejaba sumido en la más espantosa ruina y desconcierto, y maligna, arrastró en su fuga a mucha parte del elemento principal criollo, que más tarde dejó abandonado y disperso.
Joven yo, ciego y sin verdadero discernimiento político para manejarme dentro de aquella situación, más que difícil, oscura, porque realmente la revolución se presentó más que defectuosa, enferma, fui inevitablemente arrastrado por la ola impetuosa de los sucesos, y me encontré de improviso en la isla de Cuba, a manera de un poco de materia inerte que lejos de su centro arrojan las furiosas explosiones volcánicas. Era la primera vez en mi vida que abandonaba el suelo natal, y muy pronto empecé a purgar la culpa cometida, con la pena más cruel que puede sufrir un hombre. Me enfermé de nostalgia; a no ser por los cuidados que me prodigaron una madre y dos hermanas amorosas, no sé el fin que hubiera sido de mí. No fue en parte causa de ello el desdén con que llegando allí, pagó España a sus leales, que ni yo me sentí herido por eso, ni lo contrario nos hubiera dado más honor. Mejor fue así, porque para los hombres de bien no hay deuda más obligada que la de la gratitud.
Por encima de todo eso, que lo consideré como efímero y despreciable, estaban permanentes los recuerdos de mi Valle, de mi Río, de mis Flores, de mis Amigos y de todos mis amores.
Así viví en Cuba cuatro años, arrastrando una existencia oscura y triste, cargado con los recuerdos de la Patria y la amargura de los desengaños.
Cuba, país de esclavos; no había conocido yo tan fatídica y degradante institución, y ni siquiera había podido tener una idea cabal de lo que era eso, tan fue así que me quedé espantado al encontrarme en aquella sociedad donde se despreciaba y explotaba al hombre por el hombre, de un modo inhumano y brutal.
Me encontraba en una situación excepcional de espíritu; pobre, sin dinero, sin relaciones valiosas, abatido, aislado entre los hombres. La pena y el dolor buscan al dolor y a la pena para asociarse, los que sufren pronto se hermanan. Solamente las almas degradadas se van a curar de sus quebrantos a la orgía y el festín. Muy pronto me sentí yo adherido al ser que más sufría en Cuba y sobre el cual pesaba una gran desgracia: el negro esclavo. Entonces fue que realmente supe que yo era capaz de amar a los hombres.
En esta situación de ánimo, me encontré con la Conspiración Cubana que ya germinaba en el país, dirigida y capitaneada por sus principales hombres, y para mayor abundamiento, mi residencia era en la comarca en donde también existía el foco principal de la Conspiración, a donde yo había cultivado mis relaciones y me había hecho querer de la gente de los campos. Inútil es decir que enseguida quedé afiliado en la lista de los conspiradores, y sin entendérmelas con la "Gran Junta" empecé por mi propia cuenta, a hacer preparativos entre mis amigos y conocidos del campo, que desde aquel momento naturalmente procuré aumentar en número haciéndome más popular y dadivoso. Pero así y todo, me encontré en una situación bien extraña y peligrosa, pues el hecho de haber ido yo con los españoles a Cuba fue causa para que algunos de los conspiradores no me tuvieran confianza, y por otra parte las autoridades rurales españolas tenían orden de vigilar mis pasos; pero como estos destinos eran desempeñados en su mayor parte por gente criolla, a cuyas familias buen cuidado tenía yo de dispensarles mucho cariño y mucho respeto, logré despertar en ellos tantas simpatías que sobrepusieron éstas al celo que debían tener por el gobierno español.
Como cuatro o cinco meses pasé en esta situación angustiosa y comprometida, pues al ser perseguido por el Gobierno en caso de denuncia, no contaba, de seguro, con el amparo de los cubanos; porque al estado en que habían llegado las cosas, yo era para ellos de todos modos, un hombre peligroso, tan peligroso estando libre como en la cárcel.
El secreto de una conspiración siempre ha constituido un gran peligro para el que lo posee; pero por circunstancias especiales pocas vidas corrían tanto riesgo como la mía durante el período de incubación de la Revolución Cubana; podía, por denuncia, ser apresado y fusilado por el gobierno español y podía ser muerto misteriosamente por desconfianza y por mandato de los conspiradores; partiendo del principio de que no se conocen medios malos para salvar de sus peligros a las revoluciones buenas. No obstante, no me intimidó lo crítico de mi posición y seguí recto el propósito, con toda la fe y el entusiasmo de mis 25 años, y enamorado de aquel ideal generoso y noble. Soñaba con Bolívar, San Martín, Robespierre, Garibaldi y toda esa gente loca y guapa, pero soñaba despierto.
Para que la Revolución me encontrara más y mejor expedito, acababa de cubrir con el polvo de la tierra los restos mortales de mi anciana madre. ¡Quién sabe, pensé yo enjugándome las lágrimas, si su espíritu me proteja y defienda! Mis dos hermanas solteras debían quedar al lado de otra hermana casada. Había quedado huérfano absolutamente, pues el hombre nunca lo es cuando Dios le deja a la madre aunque se lleve al padre o viceversa; yo que acababa de enterrarla a Ella, me proponía tener otra: la Revolución.
No para el tiempo su carro tirado por las horas, él avanza y todo lo termina o consuma; nos encontró el año 1868 enemigos encubiertos de España en Cuba, pero no bien organizados, para una lucha como tenía que ser aquélla; mas no siendo prudente esperar más tiempo fue necesario precipitar el alzamiento, y el día 10 de Octubre del mismo año sonó para la esclava Antilla, la hora de la Justicia, de las vindicaciones y de la lucha más desastrosa y cruenta que registra la historia de América.
De un lado apareció un puñado de patriotas republicanos, casi desarmados, sin recursos e ignorantes del arte de la guerra; del otro, los soldados de la Monarquía; 100 000 hombres bien armados y ricos en recursos de todo género y el país subyugado sirviéndole de poderoso auxiliar. En medio de la América libre, en esa desigual contienda, así luchamos 10 años, desamparados, solos y pobres.
Narrar los episodios horribles y sangrientos de aquella guerra sin cuartel, referir siquiera fuera a largos rasgos, la Historia grandiosa y sublime de aquella desigual lucha por la Libertad de un pueblo, eso sería más propio para escribir un libro, que no para unos simples apuntes personales.
Ocupando yo, desde un principio, puesto elevado en las filas de los patriotas debido a mis pocos conocimientos en el arte de la guerra, procuré ayudar a los cubanos durante aquella batalla permanente de los 10 años en su obra de Libertad, con todos mis esfuerzos, resolución, lealtad y abnegación. Durante esa década guerrera, jamás el sol de Cuba me calentó un día fuera del campamento o del campo de batalla; y cuando por desgracia para la infeliz Cuba, en daño para aquella Revolución Redentora, se entró allí en el período de política interior, y como era natural y lógica, la ambición y la codicia empezaron a ser terribles y funestos rivales del patriotismo puro y desinteresado, yo siempre, tanto con la palabra como con el ejemplo, traté de restablecer la concordia y ayudé a conservar el principio de autoridad para que fuera una realidad la unidad de acción sin la cual es dudoso el triunfo de las revoluciones.
A pesar de tan titánicos esfuerzos, de tantas abnegaciones y sacrificios consumados, la Revolución languidece al fin y de eso nace la idea de la Paz. Cuando se me consultó sobre asunto tan grave, aconsejé tomar la idea como mero ardid de guerra, para ver de lograr la unificación de nuestros elementos disgregados y que de aquella situación surgiera un Gobierno o Directorio para la Revolución, fuerte y enérgico, contando a la vez con el desprestigio en que debía caer el Jefe del Ejército enemigo y el Gobierno General de la colonia. Cuando todos veían perdida la Revolución yo la veía salvada por ese camino. Concentrados y reunidos todos los patriotas con el fin de tratar de la Paz, de seguro que de lo menos que hubiéramos tratado hubiera sido de eso; seguramente el tema de conversación se inclinaría al mantenimiento de la guerra. La Revolución no sufría en aquellos instantes más que decaimiento, y de ese mal hubiera curado con la reorganización de todas sus fuerzas vivas; esa operación no era posible efectuarla porque el enemigo no daba tiempo. En un campamento de 100 hombres aislados era posible que la palabra hiciese eco, pero en un campo cubierto de 2 000 a 3 000 hombres armados, batalladores de 10 años, hubiera sido hasta peligroso verter la frase.
Pero mi idea, que fue acogida al principio, al fin no se llevó a cabo y se fue a parar derecho a la paz. La acepté sin protestar, que no correspondía a mí hacer eso, y ni tomé parte en indicar ninguna otra fórmula. Entendí que mi misión estaba terminada tristemente, pues ella era pelear al lado de los cubanos, y al desear ellos la paz mi presencia estaba de más allí.
En aquella guerra desastrosa de 10 años, había consumido inútilmente el valioso caudal de mi juventud y de mis fuerzas, ahora ya gastado, y por todo capital los andrajos de la miseria, era encontrarme parado ante un presente aterrador, teniendo de frente un porvenir tan oscuro como incierto; al lado del pesar por tantos ensueños de gloria desvanecidos, me abrumaba la idea de haber arrastrado a la desdicha que debían compartir conmigo a una mujer y tres hijos, pues me había casado durante la guerra. ¿Qué hacer, pues, en situación tan apurada y difícil?
El jefe enemigo, general Arsenio Martínez Campos, rico de oro y rebosando orgullo y satisfacción por un triunfo conseguido a tan poco costo, me hizo ofertas cuantiosísimas para que me quedase en el país ayudando a su reconstrucción, pero rechacé con energía todas esas ofertas, pues que no me pareció digno ni decoroso vivir pacífico, tranquilo y sumiso, a la sombra de la bandera que yo mismo había combatido durante 10 años con tanto tesón como lealtad. El dilema era delicado y serio, donde no cabían términos medios; o resuelto a emprender el camino del destierro hasta morir quizás, con alguna honra; o aceptar del general Martínez Campos su protección y amparo, envainando la espada en Cuba libre para ir a vivir a Cuba española y renunciando de este modo y para siempre de la Revolución, olvidando sus grandiosos recuerdos, confesándome vencido y jurando fidelidad a España; para después de todos estos sacrificios, recoger lo que era natural: el desprecio de los españoles.
Resuelto y sin miedo, dirigí mi rumbo a otras playas cubierto con mi gran infortunio, acompañado de mi esposa y tres niños y sin más amparo que Dios.
La isla de Jamaica, colonia inglesa, me dio hospitalidad, pero fui como un náufrago arrojado por la tempestad a país desierto porque de distinta raza y sin saber el idioma, nadie puede esperar nunca nada de los habitantes de aquella tierra, en donde desde el tiempo de sus aborígenes, el mismo Colón por poco se muere de hambre y soledad. El elemento cubano que allí había esperado largos años que le diéramos la Patria libre, se sintió indignado contra todos los que combatimos 10 años sin poder conseguir el triunfo. No contento el destino con mi precaria situación quiso agregar un nuevo suplicio a mi infortunio, pues pensando encontrar allí amigos compasivos, agradecidos y generosos, que me amparasen, es por el contrario gente apasionada y de limitados alcances: vieron en mí el primer factor de la Paz que concluyó con una guerra a que nunca fueron ellos a ayudar, de ahí que fuese yo el blanco de su injusto y enconado desprecio.
En aquella miseria y orfandad abrumadoras trabajo me costó desvanecer tan negra injusticia, y a fuerza de hacer luz y demostrando la verdad de los sucesos ocurridos en Cuba, logré al fin serenar la opinión y que se me juzgase con más justicia y menos pasión.
No hay mejor consuelo, no hay más firme y seguro amparo, para sentirse uno lleno de fortaleza en las desdichas e infortunios de esta vida, que una conciencia sin mancha y tranquila. En mi desventura, en mi miseria extrema, acosado por el desprecio de los cubanos de Jamaica, pero con mi mente llena siempre de grandes recuerdos; mi familia, dispersa; mis compañeros muertos, mis amigos dispersos también, el aislamiento entre los hombres que es más triste que la soledad en el desierto; yo, sin embargo, sentía una esperanza y un consuelo que me hacían tranquilo y resignado.
Después, como no hay médico más insigne para curar todos los males, como es el Trabajo, a él me he dedicado con ahínco y no me ha faltado pan para mis hijos.
No se ha rematado la obra, aún vive España en Cuba. Su poder se sienta sobre las puntas de las bayonetas y como ni aun los gobiernos legítimos son eternos, veremos cómo se resuelve el destino de Cuba.

M. Gómez

Monte-Cristy, República Dominicana, 20 de octubre de 1894.

Fuente: Fornet, Ambrosio, comp.: Obras escogidas. Máximo Gómez, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1979, pp. 27-35.

 
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Gómez y su escritura beligerante: las pausas del guerrero

Arsenio J. Rosales

 

A escritura de Gómez debemos acercarnos en acto de veneración y respeto, tal como él lo hiciera durante su existencia, en cada instante de sosiego, en la paz y en la guerra y casi nunca como puro entretenimiento; su escritura debe ser vista como un acto de verdad y justicia, jamás como una acción sin propósito definido y sin utilidad. Narrar historias de sus experiencias en la epopeya guerrera de Cuba, siempre estuvo dentro de sus motivaciones principales y como él mismo admite “con mi propio criterio, mis impresiones propias, mi estilo inculto y desaliñado; pero con propósito leal y honrado, como fiel servidor de la noble causa cubana”. Su ética acrisolada de combatiente y escritor nos recuerda, salvando el tiempo y diferencias lógicas, al Ernesto Che Guevara guerrillero y cronista de Pasajes de la guerra revolucionaria, por su apego estricto a la verdad cuando—refiriéndose con el mayor decoro a la historia de Cuba y sobre todo a la brillante etapa relacionada con la contienda del 68—nos advierte que no se deberán profanar los sucesos de cualquier modo, impulsados por el solo deseo de escribir; son cosas muy respetables a su entender, tal como le dictan impulsos de su conciencia.
“¡La guerra de Cuba! ¡Qué guerra aquella tan llena de grandes pequeñeces y de pequeñeces asombrosas por sus grandezas! Así son todas”. Con tan inesperada como singular paradoja, pletórico de nostalgia, habría de comenzar otro de sus relatos conmovedores de la Guerra de los Diez Años, El viejo Eduá, difundido por su autor en 1892 como homenaje a un negro liberto, oriundo de la región de Guantánamo, quien fuera tan fiel como eficaz ayudante suyo durante esta guerra. De igual modo en Mi escolta, describe con admiración y cierto regocijo la talla moral, el valor sin límites, la estatura de aquellos hombres que en diferentes circunstancias, en coyunturas dificilísimas, supieron vivir y morir al lado suyo, sin cejar ni flaquear, sin otro premio que el ardor del combate y la voluntad del sacrificio, ante la perspectiva única de entregar sus vidas por una causa justa. ¿Qué decir sino en este punto, acerca de sus retratos colosales de Miguel Varona, su ordenanza, jovenzuelo de apenas dieciséis años; o del imponente como ponderado Bernabé Boza, gran jinete y de muñeca ruda para las riendas y el machete indomable?
Hortensia Pichardo, en la Introducción a su obra Máximo Gómez. Cartas a Francisco Carrillo, hace notar la coincidencia en la figura del Generalísimo de dos personalidades perfectamente reconocibles—aunque generalmente solo se le identificara por la imagen del estratega consumado, gran organizador de singulares campañas—: la del militar severo, para quien la disciplina y la ordenanza constituían las cualidades fundamentales del soldado; poco, bien poco se hablaba del otro Gómez poseedor de una exquisita sensibilidad, del hombre cariñoso, dotado de ternura que exaltara José Martí, preocupado por la humanidad, con ideas sociales avanzadísimas para su época. “Sin ser escritor, su producción escrita es copiosa”, apunta como al sesgo la Pichardo, sin ahondar quizás en el perfil literario del héroe de las Guásimas, que incursionara en diversos géneros sin pretensiones de escritor profesional, para enumerar a continuación las obras que de manera frecuente aunque circunstancial fuera creando a su paso este personaje rebelde y mítico, severo y tierno, colérico y jocoso, que por instantes fuera Gómez y que dejara por legado en su copioso acervo relatos, su portentoso Diario de Campaña, numerosas proclamas, cartas, arengas y artículos periodísticos... Todo un inmenso universo de recuerdos, comentarios, documentos de inapreciable valor para conocer en profundidad al autor de La fama y olvido, obra dramática de sus inicios como escritor. En su importante labor epistolar, no oficiosa, apartándose del estilo conciso y sobrio de su Diario de Campaña, Gómez expone de manera espontánea, franca, sus estados de ánimo y pensamientos más íntimos... En muchas de estas cartas se nos revela amigo, voluntarioso y cabal, afable y generoso, como pocos consiguen serlo. Pero sobre todo, se revela como el revolucionario indoblegable, el independentista convencido, el hombre íntegro, desinteresado e intransigente; el patriota pleno de confianza en el pueblo, desde el momento en que decidiera levantarse en armas contra España el 16 de octubre de 1868, hasta su deceso.
Para Benigno Souza, Máximo Gómez fue un escritor de cuerpo entero, para utilizar su feliz expresión que considero justa y con total vigencia hasta hoy. En sus folletos, artículos, en casi todas las obras que hemos comentado, en las propias proclamas que Souza conceptúa como “admirables modelos de elocuencia”, se nos presenta preciso y sustancioso como un genuino escritor. “Escoge con tal precisión la palabra, elige con tal oportunidad el epíteto, encierra con tan poderosa contracción , en una sola imagen, tantas cosas, que alguna constituye, a veces, un capítulo entero de nuestra historia” arguye Souza.
Su escritura es directa, sumamente incisiva, crítica, viva expresión de su personalidad enérgica; no escribe para lectores ni lectoras de páginas edulcoradas ni complacientes. La suya, como es de colegir, será siempre una sintaxis fuerte de guerrero, exacta como el plomo en su hilo. Podrá escribir en ocasiones la palabra jefe con G (“Gefe”) o “Zona” con S, y a pesar de ello, desde sus inicios como combatiente mambí y escritor, durante los intervalos que las duras marchas le permitían, se observaría en él una aguzada conciencia crítica en lo que respecta a la táctica y estrategia, a las deficiencias del sacrificado Ejercito Libertador y sus otrora bisoños jefes. “A pesar de todo esto—observa Benigno Souza—, de su desdén por las reglas y los modelos, nadie podrá escribir una carta de pésame dirigida por él a María Cabrales; una orden del día más sentida que la dictada cuando la muerte de Maceo; una arenga mas heroica y marcial que la de Lázaro López cuando ofrece a sus mambises que los llevará entre el humo del incendio y el estruendo de la fusilería hasta los confines de occidente, hasta donde haya una pulgada de tierra española”.
De obligada mención resulta la semblanza de José Martí (Patria, 26 de agosto de 1893)”El general Gómez”, en la que apartándose de las imágenes castrenses y la presencia heroica del Generalísimo, nos exhibe una pose familiar y humana del adalid, del hombre entregado a las tareas domésticas, educando en el bien, la decencia y el patriotismo a sus hijos; bien amado y admirado por la juventud del lugar como un símbolo. A propósito del conocido hábito de escribir, presente en Gómez, Martí señala como por la escalera de alcoba “alta y oscura como una capilla, se sube al rincón de escribir del General, con las alas del techo sobre la cabeza, la cama de campaña al pie del escritorio, y el postigón por donde entra, henchido de sal pura el viento arremolinado”. Con tan acabado perfil, al decir de Ana Cairo en su selección Máximo Gómez: 100 años (Un personaje literario), se lograba un retrato físico, moral e ideológico de Gómez como hombre tierno y amoroso (…). “Podría afirmarse—sin que resulte una exageración (nos advierte la conocida investigadora) —que a partir de “El General Gómez”, el héroe comenzó a asistir al singular proceso de ver como aparecía un personaje literario como alter ego suyo”.
Con sencillez y dedicación, sin alardes ni grandes pretensiones, con persistencia y sistematicidad, a lo largo de tres dilatadas décadas, este dominicano ejemplar, considerado por todos como hombre de acción y grandes gestos libertarios, en sus momentos de ocio, durante las treguas esporádicas, en los reposos fecundos o en los intervalos de paz, cuando los avatares del destierro y los accidentados tramos de su existencia lo echaron a deambular por las Antillas, por territorios del Caribe y Centroamérica, sin quejas ni reclamos fue creando una literatura singular, una forma muy suya de recoger para la posteridad hechos y personajes, vivencias relacionadas con las múltiples campañas emprendidas, episodios o sagas de trascendencia como la odisea del general José Maceo.
Lorenzo Despradel, amigo de José Martí en Montecristi, compañero de armas de Panchito Gómez Toro y ayudante de campo del propio General en Jefe del Ejército Libertador, en su artículo “Máximo Gómez / Juicio sobre el guerrero”, al verter opiniones sobre la personalidad del insigne dominicano, nos legó los siguientes criterios acerca de su compatriota: “Para conocer al del General Máximo Gómez —se refiere al carácter— se hace indispensable leer sus cartas, leer sus proclamas, leer sus folletos. A través de esa “piezas probatorias” de su espiritualidad, se ve al guerrero en su segunda y más firme naturaleza, despojado completamente de la brusquedad marcial que fue siempre el más visible sello de su personalidad. No es que haya en todo lo escrito por el gran quisqueyano impenetrable esoterismo, no que su descuidada literatura pueda servir para hacer un estudio exegético de cuanto salió de su pluma; pero sí puedo afirmar que nunca se reveló la personalidad de ningún hombre en sus escritos, como la de Máximo Gómez en los suyos”.
 
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La dolorosa muerte del general Máximo Gómez

Aldo Daniel Naranjo Tamayo

 
Una vez destruido el Estado colonial español y fracasado el intento de anexión directa de los Estados Unidos, el pueblo cubano tuvo la posibilidad de crear las bases para un gobierno propio. Entonces echó andar la maquinaría política para elegir los órganos de gobierno. Uno de los primeros candidato a la presidencia del país fue el general Máximo Gómez Báez, el que había entregado treinta años de su vida a la lucha por la independencia del pueblo cubano. Nada más justo, que reconocer de este modo al primero de los maestros en el arte de la guerra y un depurado hombre de Estado, con originales propuestas políticas para el bienestar de la sociedad cubana.
Pero, asombrosamente, Máximo Gómez no aceptó su postulación presidencial para elecciones de 1902. Puso como valladar su condición de extranjero y estimó que el candidato debía salir del esforzado pueblo de Cuba. A raíz de ello se conformaron dos grandes grupos políticos: los que apoyaban al bayamés Tomás Estrada Palma, entre ellos el Generalísimo, estimando que tenía una alta capacidad política, y los que cooperaban a que fuese el yarense Bartolomé Masó Márquez, nacionalista y patriota íntegro, pero de menos influencia política y no grato a los gobernantes norteamericanos.
Fueron tan evidentes y groseras las maniobras del gobernador estadounidense en la Isla, general Leonard Wood, y sus testaferros para imponer tramposamente a Estrada Palma que el general Masó, sencillamente, se retiró de las elecciones. A partir de ese momento Gómez, reverenciado por los habaneros, abandonó toda querella política y dejó a Tomás Estrada que gobernase acorde a la Constitución de 1901. Anteriormente en un manifiesto a la nación había expresado: «Nada se me debe y me retiro contento y satisfecho de haber hecho cuanto he podido en beneficio de mis hermanos. Prometo a los cubanos que, donde quiera que plante mi tienda, siempre podrían contar con un amigo.»
De nuevo, en 1905 volvieron a convocarse elecciones generales en Cuba. Pero cuando todo el mundo esperaba que Tomás Estrada abandonara el Palacio Presidencial, más trató de afianzarse en el poder. La política del continuismo político desesperó al pueblo, a la gente soñadora con los verdaderos destinos libres y soberanos del país.
En estas circunstancias el general Máximo Gómez decidió viajar a la ciudad de Santiago de Cuba por asuntos familiares, acompañado por su esposa Bernarda del Toro Pelegrín, ilustre patriota jiguanicera, así como sus hijas Clemencia y Margarita. Sin embargo, pronto sus adeptos y seguidores le asediaban con preguntas sobre su candidato presidencial. El hombre no tuvo más remedio que denunciar a Estrada Palma por querer perpetuarse en el poder y promover como una mejor alternativa la del general Emilio Núñez Rodríguez.
Entonces asistió a juntas y realizó declaraciones, intentando barrer la reelección del hijo de Bayamo, que había amputado la soberanía de la nación. Ante el descontento popular, apostó por un gobierno que diera garantías de bienestar a las masas. Pero ese enojo creciente del pueblo lo inquietaba y, hombre acostumbrado a mirar en la esencia de los fenómenos políticos y sociales, comentó a sus más íntimos amigos: «Siento barruntos de Revolución».
Desde que abordó el tren en la terminal de La Habana, un mar de pueblo quería abrazar y estrechar las manos del Generalísimo. La historia se repetía en cada una de las estaciones en que paraba el tren, el viejo guerrero recibiendo las aclamaciones del pueblo y los estrechones de mano de los compañeros de armas de la Guerra de Independencia.
Una vez en Santiago de Cuba se conoció que Máximo Gómez estaba afectado por una septicemia, pues un germen patógeno había penetrado por una herida leve en la mano. Parece que debido a los contantes apretones de mano recibidos en el trayecto, se infestó la lesión. El contagio se extendió por todo el cuerpo. Sin dudas, la bacteria encontró un organismo agotado por los años y desgastado por las penalidades sufridas en las contiendas bélicas.
De inmediato fue examinado por prestigiosos médicos, algunos muy amigos del ilustre dominicano. En primer lugar el doctor José Pareda, su médico cabecera. Al examen se sumaron los médicos Guimerá y Martínez Ferrer y una enfermera.
La indicación facultativa fue trasladarlo con urgencia a La Habana. En el trayecto le fueron realizadas dos cirugías. El 8 de junio de 1905 arribó a la capital y lo condujeron a la Quinta de los Molinos.
Con el paso de los días la fiebre subía y el enfermo desvariaba. Los médicos detectaron un absceso hepático a punto de supurar. El día 12, por la noche, lo visitó el general Emilio Núñez, uno de los pocos que tuvo acceso en todo momento a la alcoba del paciente. Consciente de su pronto final comentó al general villareño: «Se te va tu amigo». Aquella confesión hizo llorar al general Núñez y todos los presentes en la mansión.
El 17 de junio de 1905, en la mañana se presentó el secretario de Gobernación, el general Alejandro Rodríguez Velazco. No llegó impulsado por la salud del enfermo, sino buscando una negociación política. Quería que el general Gómez acogiera la visita del presidente Tomás Estrada. Por toda respuesta dijo una frase profunda: «Lo reclamo. Si estoy muerto, enterradme, caballeros».
Fue la última orden de su vida. Por esas desgracias del destino, seguidamente Máximo Gómez cayó en un profundo letargo, del cual no volvió a salir. A las seis de la tarde el doctor Pareda dio la noticia, no por esperada menos dolorosa: «Señores, el General ha muerto».
En la tarde corría la noticia de que el general Máximo Gómez había fallecido. El dominicano humilde que ligó su destino al sufrido pueblo cubano había dejado de existir. El maestro del arte guerrillero, llamado por sus propios enemigos Napoleón de la guerrilla americana ya no podría dar sus sabios consejos. El hombre que había desafiado la muerte en más de 250 combates, recibiendo únicamente dos leves heridas, moría aniquilado por la septicemia.
 
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Boletín Acento . Oficina del Historiador
Bayamo M.N., Cuba. 2015
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